viernes, 23 de junio de 2017

La auténtica historia de la llegada de Carmen

El día se desarrollaba normal. Un lunes como cualquier otro de los últimos meses. Hasta que a la hora de comer, mientras disfrutábamos de un excelente faisán relleno y una Westvleteren triple (sin alcohol la de Rocío), ésta tuvo una contracción antes de lo debido. Consulté mi reloj-smartphone y con una orden de voz indiqué a mi aplicación que comenzara a tomar nota de la intensidad y frecuencia de las contracciones de la futura madre. Nos miramos, conscientes de que faltaban solamente un par de días para la fecha que nuestros especialistas en Oxford y en el MIT habían designado como la ideal para proceder a forzar el parto, toda vez que el bebé había decidido no presentarse como es debido en su justa y natural fecha.

La aplicación nos fue informando puntualmente del creciente ritmo de las contracciones uterinas,  y tras calcular los correspondientes ratios, nuestras sospechas se confirmaron. Cumplíamos con los requisitos exigidos para emprender camino al hospital. Con la calma propia de gente competente como nosotros, recogimos la mochila preparada con antelación para la eventualidad y nos pusimos en marcha.

Entramos en urgencias cuando serían aproximadamente las seis de la tarde, con un ritmo de contracciones que pareció no impresionar demasiado al intendente de la ventanilla, que nos sentó en la sala de espera. La espera no fue gran cosa para Rocío, que pasó a examen enseguida. Pero por lo visto, suspendió. Aprendimos que una cosa era cumplir el ratio de contracciones y otra muy distinta conseguir a la primera una habitación de puérperas. En ese momento Rocío se convirtió en lo que se conoce como una "paseante", pues así denominan los especialistas a las embarazadas que están cerca de dar a luz pero aun necesitan darle un poco más de trote al bebé para que se anime a asomar la molondra a este mundo de locos.

Así que nos mandaron a pasear.

Y dijo Rocío, que una leche íbamos a andar un par de horas por la calle, que con el frío que hace a finales de Octubre en Madrid, que encima con mi síndrome del Rufenhausern que me congela las manos, y que lo que de verdad estaría bien es una sopa calentita.

Así que volvimos a casa.

Hubo después un intento de cena, un intento de dormir, un intento de hacer como que no, pero en realidad era que sí. Las contracciones que parecen leves al principio se convierten en despreciables cuando llegan las contracciones leves. Y las contracciones catalogadas como medianas se convierten en leves cuando las medianas aparecen. Y las contracciones medianas te mandan derecho al hospital, oh si. Rocío, que no puede ser más buena, lo sobrellevó un rato mientras yo dormía. Pero llegado el punto de no retorno, me despertó con suaves pero firmes palabras que mi madre me ha prohibido aquí citar.

Así que de vuelta al hospital.

Mi reloj marcaba las tres cuando pidió mientras bajábamos en el ascensor un taxi Mercedes último modelo equipado con confortables asientos específicamente diseñados para embarazadas y directivos de la industria cárnica, que por supuesto nos estaba esperando en la puerta. El taxista, conocedor de los entresijos y las gallinejas del callejero madrileño, decidió que nunca es mal momento para visitar los majestuosos monumentos que adornan el centro de la capital, y nos dio una vuelta por la Puerta de Alcalá.  Paramos en la puerta de urgencias, despaché al taxista con un billete de doscientos, y entramos decididos a conseguir, esta vez si, una habitación que nos habíamos ganado con creces.

Las siguientes dos horas fueron terribles. Rocío fue admitida como parturienta, y le entregaron el batín hospitalario que reconocía su condición. Pero esto yo no lo supe hasta una hora después, cuando por fin me animé a asomar la jeta al pasillo por donde Rocío había desaparecido, solo para descubrir que allí estaba ella, con su batín y sus contracciones, pasándolo mal porque parece ser que cuando éstas son por fin fuertes, todo lo anterior pasa a considerarse prácticamente confort. No sé si pensaron que estaría durmiendo en la sala de espera o si simplemente se olvidaron de mi, pero no parecía que nadie tuviera en mente salir a decirme nada,- igual querían darme la sorpresa y traérmela ya bautizada-, no lo sé. El caso es que aún tuvimos que pasar un buen rato más allí, paseando y blasfemando con cada nueva contracción, hasta que por fin nos anunciaron que nuestra suite estaba lista.

Entramos en aquella habitación que había de ser sala de espera y también de parto, yo cansado mientras el reloj me cantaba las seis, Rocío gritando que le pusieran la epidural mientras trataba de arrancar la cabeza a alguien. Por suerte para todos, la inyección llegó, y aunque no es nada agradable en el momento de la administración, al poco ya se había convertido en la sustancia preferida de Rocío, por delante incluso de la Coca-Cola. Envié nota a los insomnes casi-abuelos que hacían como que dormían en sus casas y que, aun no me explico como, a los cinco minutos ya habían leído el mensaje, desayunado, y estaban de camino al hospital. Mientras, para nosotros, había llegado el momento de dilatar. Y no hay mejor manera de dilatar que mientras se disfruta de un rato en los brazos de morfeo, así que nos quedamos roque enseguida.

Una dicharachera enfermera nos despertó un par de horas después, nos hizo las preguntas de rigor, y cambió la cara cuando le contamos que no sabíamos el sexo del bebé. Nos informó de que eramos un caso insólito y corrió la voz entre el resto de enfermeras de que en el paritorio tres no se sabía el sexo del bebé. Hubo apuestas que incluían chupitos, y todos nos lo pasamos muy bien un rato. Mientras, Rocío se dedicó a dilatar, y lo hizo muy bien. Casi sin darnos cuenta, estábamos preparados para el gran momento. Salí a ver a los abuelos, que se habían hecho fuertes en los mejores bancos de la salita de espera de nuestra planta, les informé de que el bollo estaba casi fuera del horno, me enfundé de nuevo la bata y el ridículo gorrito que había de ser la indumentaria con la que recibiría a mi retoño, y me metí en el paritorio tres.

Como era de esperar, Rocío estuvo magistral. Dio una lección de como se tiene un bebé, en tres empujones bien dados, sin complicaciones, con seguridad. Me mantuve a su lado todo el rato, agarrando su mano, animándola a empujar cada vez un par de segundos más de los que pedía la matrona. Y ella los aguantaba. Y la matrona lo tuvo muy fácil. Y yo no podía creer lo bien que salió todo. Y apareció la cabeza, el cuerpo, un amasijo sanguinolento que no suele aparecer en pantalla, las piernecitas.... ¡y el cordón umbilical tapando la entrepierna! Misterio hasta el último segundo, válgame. Pero al final se vio, se vio claramente, era una niña, mi niña. Miré a Rocío, no sé si lo vio, o yo se lo dije, era una niña, y era preciosa, y era azulada. Lloraba. Se la llevaron a una mesa metálica, bajo una lámpara que le dio calor. Allí la limpiaron, me acerqué a mirar cuando ya estaba tornándose rosada. La envolvieron bien y se la llevaron a Rocío. O me la dieron y yo se la llevé. No me acuerdo. Supongo que en esos momentos el cerebro está en huelga, dejando que el corazón haga todo el trabajo. Eran las doce del martes veinte de octubre de dos mil quince.

Carmen dio enseguida muestras de ser una fuera de serie. Con los ojos abiertos desde el primer momento, dio caza en un santiamén al pezón que su madre le ofrecía. Desde ese momento y hasta el día de hoy, no ha dejado pasar ni una sola oportunidad de comer. La enfermera nos confirmó que la niña parecía tener una semana y no unos minutos de vida. Prácticamente me estaba diciendo "hola Padre" cuando me acordé de la sala de espera. Indiqué a mi reloj que les hiciera una foto en la que salieran guapas y que la mandara a los impacientes yayos. Olvidé mencionar el sexo del bebé, razón por la cual al salir a la sala recibí una mezcla de abrazos, enhorabuenas e improperios por tenerles en la oscuridad todo ese rato. Los pobres querían saber si tenían una Carmen o un Martín, -o quizá un Guillermo, ese supuesto nunca llegamos a decidirlo-.

Subimos a la habitación que nos asignaron, otra suite impresionante, donde nos esperaban grandes ramos de flores y botellas de champagne que había encargado el reloj. Al rato, subieron a Rocío y a Carmen. Su tío Pedro le hizo unas fotos a la recién nacida que, vistas con perspectiva, parecen sacadas de un catálogo de bebés modelos. Carmen era increíblemente bonita, y nosotros felices.

Aquel día, y los días posteriores, habían de ser de los más intensos y especiales de nuestra vida. Pero eso, es otro cuento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario